Por José Graziano da Silva, ex Director General de la FAO | 22/04/2025
El fallecimiento del Papa Francisco marca el final de un liderazgo que influyó profundamente en los debates internacionales sobre justicia social, pobreza, cambio climático y seguridad alimentaria. Desde el inicio de su pontificado en 2013, adoptó una postura clara y coherente frente a los desafíos estructurales que afectan a las poblaciones más vulnerables, con un énfasis particular en el hambre y la exclusión social.
Tuve el honor de acompañar al Papa Francisco durante buena parte de su pontificado, mientras ejercía el cargo de Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) entre 2013 y 2019. Pocos comprendían, como él, que el hambre es una herida provocada tanto por la injusticia como por la negligencia. Francisco también entendía el hambre como una de las causas estructurales del desplazamiento forzado. “Donde falta el pan, surgen los muros”, decía.
En 2014, durante su primera visita a la sede de la FAO con motivo de la Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición (CIN2), Francisco alertó sobre la fragmentación de las políticas alimentarias y pidió a los líderes mundiales un compromiso renovado con el derecho humano a una alimentación adecuada. Su discurso subrayó la responsabilidad de los gobiernos de garantizar sistemas alimentarios justos y sostenibles, y de combatir todas las formas de desperdicio y desigualdad en el acceso a los alimentos.
A lo largo de su pontificado, Francisco defendió con coherencia la agricultura familiar como pilar de la seguridad alimentaria mundial, siendo los pequeños productores sus verdaderos guardianes. Para él, los agricultores familiares no representaban solo un modo de producción de alimentos, sino una forma de vida basada en la relación equilibrada con el territorio, en la gestión sostenible de los recursos naturales y en la transmisión de saberes tradicionales. En sus palabras: “el futuro de la alimentación está en la agricultura campesina, en la agroecología, en los modelos familiares y comunitarios que cuidan la tierra y a las personas”.
Esta visión dialogaba con la creciente importancia de la agroecología en el escenario internacional, como respuesta a los límites ambientales del modelo agrícola industrial. El Papa reconocía que la transición hacia sistemas más sostenibles no dependía solo de la tecnología, sino de un cambio de paradigma que pusiera la dignidad humana en el centro de las decisiones económicas.
La encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, consolidó este pensamiento. Francisco presentó en ella el concepto de “ecología integral”, proponiendo una lectura sistémica de los problemas contemporáneos. La degradación ambiental, el hambre, el desempleo rural, la pérdida de biodiversidad y el desplazamiento forzado eran, para él, expresiones interconectadas de un mismo desequilibrio. Laudato Si’ se convirtió en un documento de referencia no solo para el mundo religioso, sino también para investigadores, responsables de políticas públicas y líderes comunitarios de todo el planeta.
El Papa también denunció de forma sistemática las causas estructurales de las migraciones forzadas. Para él, el hambre, los conflictos armados y la falta de oportunidades económicas estaban en el centro de los flujos migratorios contemporáneos. Un gesto emblemático fue su donación a la FAO, en 2017, de una escultura que representa al niño sirio Aylan Kurdi, fallecido durante la travesía del Mediterráneo. La pieza, instalada en la entrada de la sede de la organización en Roma, simboliza el costo humano de un sistema que no logra garantizar lo mínimo necesario para una vida digna.
Ese mismo año, en su segunda visita a la FAO con ocasión del Día Mundial de la Alimentación, el Papa Francisco volvió a hacer sonar la alarma: los compromisos internacionales se estaban debilitando. La solidaridad, decía, estaba en retroceso. Y advertía que el hambre no se resuelve solamente con recursos, sino con voluntad política y un renovado sentido de responsabilidad compartida.
Su relación con Brasil también fue especial. En diversas ocasiones elogió los esfuerzos del país en la lucha contra el hambre y en la promoción de políticas sociales inclusivas. Durante la pandemia, felicitó públicamente a las familias de la reforma agraria por donar alimentos a comunidades en situación de vulnerabilidad. Veía en la agricultura familiar brasileña un ejemplo concreto de solidaridad.
Francisco también criticó el desperdicio de alimentos como una forma de violencia moral contra los pobres. En 2019, afirmó en una carta a la FAO: “La comida que tiramos injustamente se le quita de las manos a quien no tiene. Es hora de repensar nuestras elecciones y nuestros sistemas en base a la equidad y la responsabilidad colectiva”.
Otro tema recurrente en sus intervenciones fue la necesidad de restaurar el papel de las instituciones multilaterales, ante la tendencia a la fragmentación de las respuestas globales al hambre. En su mensaje al G20, reunido en Brasil en 2024, Francisco hizo un llamado a una mayor ambición y responsabilidad colectiva, en el contexto del lanzamiento de la Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza. Pidió fortalecer las redes de protección social, apoyar la producción local de alimentos y mejorar la coordinación entre países para enfrentar de forma eficaz la inseguridad alimentaria. “Es necesario hacer más. El hambre es un escándalo, no una estadística.”
El Papa también reconoció el papel positivo de algunas experiencias nacionales, como las políticas de lucha contra el hambre desarrolladas por Brasil en las dos primeras décadas de los años 2000. Valoró el fortalecimiento de la agricultura familiar, los programas de compras públicas de alimentos, la alimentación escolar y las políticas de reforma agraria. Durante la pandemia de COVID-19, volvió a felicitar públicamente a las familias asentadas por sus acciones solidarias y por la donación de alimentos a las poblaciones urbanas vulnerables.
Sus pronunciamientos siempre buscaron traducir principios en acciones concretas. Francisco defendía políticas públicas que articularan la seguridad alimentaria, el desarrollo rural, la protección ambiental y la justicia económica. Fue un crítico del uso indiscriminado de agrotóxicos, de la especulación financiera con alimentos y de la concentración de tierras y mercados.
En todos los encuentros que tuve con él, me impresionaban su claridad de visión y la ternura con la que abordaba los temas más duros. Francisco era, al mismo tiempo, radical en su ética y humilde en su lenguaje. Hablaba del hambre, la migración, la injusticia, la desigualdad y la crisis climática con la serenidad de quien cree y el coraje de quien no se conforma.
Su mensaje final, pronunciado en la homilía de Pascua, en la víspera de su muerte, reafirma con claridad su compromiso: “Hago un llamamiento a todos los que tienen responsabilidades políticas en el mundo para que no cedan a la lógica del miedo que cierra, sino que utilicen los recursos disponibles para ayudar a los necesitados, combatir el hambre y promover iniciativas que favorezcan el desarrollo. Estas son las ‘armas’ de la paz: las que construyen el futuro en lugar de sembrar la muerte.”
Esta frase resume su legado: un llamado permanente a la responsabilidad política, a la solidaridad internacional y a la construcción de un mundo en el que el alimento, la dignidad y la paz sean derechos universales —y no privilegios.
